AA.VV
Hay que tener paciencia al recapitular la superficie de un proceso que duró diez años más o menos. Pero es difícil no sentirse atraído inmediatamente por la curiosidad que suscitaba escuchar los nombres del Cagalera, el Moloteco, la Tonchi, el Baturro, el Cuácuaro, el Churrizo, el Turrunero, el Zaid, la Gu?ily, el Chillamil… todos estos nombres como ingredientes específicos del conjunto de los Chicuarotes; oriundos de San Gregorio Atlapulco, un lugar que no conocía, porque como para todo chilango (sí, los que vivimos en la Ciudad de México podemos ser tapatíos-chilangos), la Ciudad de México es eterna e inabarcable. Nunca había escuchado esos apodos ni esa manera de hablar que parecía pertenecer a algún lugar lejano en el tiempo. Me enamoró de la historia lo específico de ese margen anfibio que retrataba Augusto Mendoza desde su recuerdo. Era un misterio que me invitaba a averiguar qué era ese espacio que había devorado la Ciudad de México. Siempre hemos idealizado lo que era la ciudad antes de que el agua fuese entubada, y esta era una oportunidad de visitar un lugar que guardaba ese secreto. Fueron muchas las ganas que brotaron en mí para acercarme a los Chicuarotes, con ganas de convertirme en uno de ellos. Así que antes de echar todo el impulso al aire, me dispuse a hacer lo que había que hacer: acabar de leer el guión y decirle a Augusto que me encantaría dirigir (descubrir) esta película.