El presente ensayo procede de una preocupación de orden estético que, si bien atañe al arte y tiene en el tiempo un lejano inicio, carece aún hoy de un descargo cumplidor. Radicada en el trato que tiene la capacidad sensorial con el uso intelectivo, en El pensamiento visible la inquietud apunta preferentemente a la pintura y se enuncia a caballo de dos conceptos de larga trayectoria pero desatento empleo; su nombre, estilo y expresión. Tantas veces confundidos hasta incurrir en sinonimia, no es siempre fácil ver en el segundo, referido a la moderna expresión artística en particular, el desahogo, cuando no la dispersión, de un cuerpo que deviene signatario en su obrar y que deja un vestigio con las formas que produce, llámense huella personal o impronta anunciadora. Y no resulta más sencillo detectar lo que hay en el estilo: la derivada de una diferencia individuadora que, con su tarea de afirmación, desea garantizarse.
De estas dos dificultades nace El pensamiento visible en su recorrido por una heterogénea selección de aportaciones a la plástica. Las formas del arte no son una carga intelectual que hemos de captar –no se trata de comprender las obras–; lo que hay en ellas es una fuerza redoblada que, al modo de los sueños, estimula al receptor llevándole a discurrir acerca de lo que allí parece tener un prudente amparo.
Trenzado así con el aparato teórico, el camino argumental emprende su marcha en este libro con la obra del artista chino Zhu Jinshi, de una expresión terminante en la ejecución y negligente con el estilo, hasta ir a desembocar en Decorpeliada, un creador ocasional que, anhelante de un estilo individuador que sin embargo le rehúye, aislado al fin en su extravío, sólo con la muerte acierta con la azarosa afirmación de sí