Las ciudades fueron concebidas para ser prósperas, ideales, particulares. Sus propios habitantes determinaron su funcionalidad y el equipamiento con los que cobrarían vida. Si hay algún vínculo que pueda unir a todas ellas en América Latina, ese ha sido la esperanza, aquello que deseamos, lo que esperamos que ocurra, impregnado en una arquitectura de emergencia, en la inmediatez de sus soluciones, en los barrios que evolucionan gracias a y a pesar de los flujos migratorios y en los asentamientos irregulares que ofrecen la promesa de un pedazo de tierra donde vivir. Como dice Miquel Adrià, la esperanza aparece cuando “las señales de progreso eclipsan”.
Pero este número no va sobre arquitectura. Esta es una edición sobre la vida en las ciudades, una edición necesaria después de años pandémicos, porque es tiempo de recuperarlas, de apropiárnoslas de nueva cuenta, de incidir en el curso que han tomado, aunque sea un derrotero inevitable. Hace meses nos preguntamos qué podríamos contar de ellas en 2022, de lo que cunde en sus barrios, así como de las búsquedas que emprenden sus habitantes. Para nosotros, los latinoamericanos, ¿qué significan estas urbes?, ¿a qué nos remiten?, ¿a qué suenan? Si 68% de la población mundial vivirá en zonas urbanas para 2050, como ha vaticinado la ONU, y la mitad de sus habitantes serán pobres, teníamos que mirar hacia el crecimiento sin control, las periferias, las poblaciones flotantes que se desplazan kilómetros para estudiar o trabajar, quienes en su migración a las urbes no encuentran un espacio que habitar o no pueden pagar por ese suelo, como dice Emiliano Ruiz Parra en su más reciente Golondrinas. Un barrio marginal del tamaño del mundo. La esperanza de las ciudades se convierte, entonces, en una espera perpetua.
Así que salimos a las calles y olvidamos por un momento el cubrebocas. Vimos cómo el ajetreo urbano colma de nuevo la vida urbana, las plazas se llenan de transeúntes y los parques, de niños y jóvenes que ponen en práctica sus habilidades. Recorrimos las ciudades con esa “hipnosis de los pies en movimiento”, como dice un verso de Luigi Amara. Y todo ha sido como volver a un sueño memorable. Vimos enunciarse con mayor fuerza a las voces colectivas. Las que protestan contra la homogeneidad que borra la gráfica popular, ese oficio artesanal que ha guarnecido de letras brillantes y precisas los negocios y comercios callejeros. Las de los colectivos que siguen resignificando con fuerza los espacios públicos, interviniendo glorietas, haciendo de la memoria individual una memoria colectiva. Vimos cómo la Glorieta de la Palma se convirtió en la Glorieta de las y los Desaparecidos, solo por unos días, hasta que fue reemplazada por un ahuehuete. Y en ese proceso de desentrañar la ciudad, llegamos a las esquinas, ese ángulo donde es posible hacer un zoom a escala humana y ver su realidad llena de suspenso, donde no se adivina lo que hay ni lo que viene. “Toda esquina es un acto de fe”, escribe Adrián Chávez en estas páginas, acompañado de artículos escritos por Tamara De Anda, Lisa Pérez Fournier, Juan Mayorga, Carlos Ortega Arámburo y Sergio Beltrán-García, así como por María José Evia Herrero y Luis Mendoza Ovando, quienes se vuelcan en dos relatos que exploran las problemáticas sociales que enfrentan, a su manera, Pesquería y Mérida, en su inevitable expansión.